La muerte de Sócrates
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La muerte de Sócrates
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A pesar de que aunque se crea lo contrario, Sócrates no dejó escrito alguno, pues aún en los momentos históricos exactos en los que éste desarrolló y llevó a cabo su trabajo, predominaba la enseñanza oral, es un hombre que, sin duda alguna, ha resonado sin cesar en la propia cultura europea.
Y es que aunque a su vez pueda, nuevamente, pensarse lo contrario, parece que en su mayor medida lo que verdadera y realmente interesa de este filósofo es su muerte, y no sus obras ni su vida.
Interesa porque, su muerte, según al menos la interpretación que de ella hace Platón, presenta una muerte puramente trágica, pero a su vez ejemplar. Trágica por la situación, por cómo sucedió, por cómo fue llevada a cabo; ejemplar por su fuerza… por su valentía.
Una muerte que plantea, por tanto, un problema entre la relación del individuo mismo con la sociedad, con su propia existencia, con la justicia, con las leyes.
Este carácter ejemplar que posee Sócrates hace que nuestra propia manera de acercarnos a él sea a su vez singular: sólo alcanzamos a ver su imagen reflejada en los Diálogos de Platón, en alguna comedia de Aristófanes o diversos escritos de Jenofonte.
Aproximadamente en el año 399, tres ciudadanos le acusan de tres delitos: corromper a la juventud, no respetar a los determinados dioses antiguos de la ciudad, introducir nuevas divinidades.
Cabe decir que estos procesos considerados de impiedad, los cuales implicaban de forma extrema y directa una culpa ante la propia patria, los padres, los fallecidos… y algo más importante, los dioses, habían sido relativamente frecuentes hacía ya algunos años en Atenas.
No en vano, por estos motivos, Anaxágoras había tenido que abandonar Atenas, al igual que Aspasia, Protágoras, Diógenes de Melos, e incluso Eurípides.
Es preciso reseñar que la religión griega era, propiamente, una religión que no tenía ni poseía una determinada clase sacerdotal que la administrara. No obstante, esa acusación de impiedad no parece ser un argumento que mayormente justificase la condena.
A pesar de este hecho, la votación contra Sócrates no fue en un primer momento numerosa, aunque fue, sin embargo, condenado tristemente a muerte. El juicio tuvo lugar en el Ágora ante 500 ciudadanos mayores de 30 años, seleccionados al azar entre todos aquellos que voluntariamente se presentaron a oficiar de jueces.
En el caso de Sócrates no disponemos de la presentación de la acusación pero, gracias, como ya se ha dicho, a Platón y a Jenofonte, conocemos los argumentos presentados por Sócrates en su “defensa”. Se limitó, según éstos, a demoler la acusación mostrando todas sus inconsistencias y llegó incluso a denigrar a todo el teatro, burlándose de aquellos que querían que desapareciera.
Si bien el asesinato fue triste, lo es aún mucho más los datos de la tan citada votación: 280 de los 500 jurados votaron por su culpabilidad, quedándose a 31 votos de la inocencia (necesitaba 251, es decir, más de la mitad de votos a favor de su inocencia). Sócrates, en vez de intentar obtener una condena más leve, tomó la decisión de seguir sus principios férreamente e insistió en que los hombres de Atenas admitan su equivocación.
Entre los muchos rasgos que Platón destaca de este filósofo, en tres diálogos que exponen con extraordinaria belleza sus tristes últimos momentos (el Fedón, la Apología y el Critón), éste resalta su negativa a huir, pues para Sócrates era menos importante salvar su vida que acatar las leyes.
A pesar de que aunque se crea lo contrario, Sócrates no dejó escrito alguno, pues aún en los momentos históricos exactos en los que éste desarrolló y llevó a cabo su trabajo, predominaba la enseñanza oral, es un hombre que, sin duda alguna, ha resonado sin cesar en la propia cultura europea.
Y es que aunque a su vez pueda, nuevamente, pensarse lo contrario, parece que en su mayor medida lo que verdadera y realmente interesa de este filósofo es su muerte, y no sus obras ni su vida.
Interesa porque, su muerte, según al menos la interpretación que de ella hace Platón, presenta una muerte puramente trágica, pero a su vez ejemplar. Trágica por la situación, por cómo sucedió, por cómo fue llevada a cabo; ejemplar por su fuerza… por su valentía.
Una muerte que plantea, por tanto, un problema entre la relación del individuo mismo con la sociedad, con su propia existencia, con la justicia, con las leyes.
Este carácter ejemplar que posee Sócrates hace que nuestra propia manera de acercarnos a él sea a su vez singular: sólo alcanzamos a ver su imagen reflejada en los Diálogos de Platón, en alguna comedia de Aristófanes o diversos escritos de Jenofonte.
Aproximadamente en el año 399, tres ciudadanos le acusan de tres delitos: corromper a la juventud, no respetar a los determinados dioses antiguos de la ciudad, introducir nuevas divinidades.
Cabe decir que estos procesos considerados de impiedad, los cuales implicaban de forma extrema y directa una culpa ante la propia patria, los padres, los fallecidos… y algo más importante, los dioses, habían sido relativamente frecuentes hacía ya algunos años en Atenas.
No en vano, por estos motivos, Anaxágoras había tenido que abandonar Atenas, al igual que Aspasia, Protágoras, Diógenes de Melos, e incluso Eurípides.
Es preciso reseñar que la religión griega era, propiamente, una religión que no tenía ni poseía una determinada clase sacerdotal que la administrara. No obstante, esa acusación de impiedad no parece ser un argumento que mayormente justificase la condena.
A pesar de este hecho, la votación contra Sócrates no fue en un primer momento numerosa, aunque fue, sin embargo, condenado tristemente a muerte. El juicio tuvo lugar en el Ágora ante 500 ciudadanos mayores de 30 años, seleccionados al azar entre todos aquellos que voluntariamente se presentaron a oficiar de jueces.
En el caso de Sócrates no disponemos de la presentación de la acusación pero, gracias, como ya se ha dicho, a Platón y a Jenofonte, conocemos los argumentos presentados por Sócrates en su “defensa”. Se limitó, según éstos, a demoler la acusación mostrando todas sus inconsistencias y llegó incluso a denigrar a todo el teatro, burlándose de aquellos que querían que desapareciera.
Si bien el asesinato fue triste, lo es aún mucho más los datos de la tan citada votación: 280 de los 500 jurados votaron por su culpabilidad, quedándose a 31 votos de la inocencia (necesitaba 251, es decir, más de la mitad de votos a favor de su inocencia). Sócrates, en vez de intentar obtener una condena más leve, tomó la decisión de seguir sus principios férreamente e insistió en que los hombres de Atenas admitan su equivocación.
Entre los muchos rasgos que Platón destaca de este filósofo, en tres diálogos que exponen con extraordinaria belleza sus tristes últimos momentos (el Fedón, la Apología y el Critón), éste resalta su negativa a huir, pues para Sócrates era menos importante salvar su vida que acatar las leyes.
Fenriz- Admininistrador
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